martes, noviembre 23, 2004

cuentos del Roderico

No sé si es porque siempre está zangoloteando la cabeza, como si marcara el compás de una buena cumbia, o porque a toda hora está sonriente; el caso es que yo asumí que Roderico siempre estaba feliz, alegre y jacarandoso como castañuela. Mi intuición a ratos me falla --pocas veces he de presumir-- pero cuando se desorienta el error es garrafal.
De entrada, resulta que la cabeza le bailotea de esa forma porque en algún momento de su historia perdió las vértebras del cuello. Lo que sostiene su cabeza (mejor dicho, su calavera) es el tocón de una escoba que por más que lo ha tallado para darle forma no ha logrado ajustarle el juego.
Lo de la sonrisa perpetua es otra cosa, cualquier hijo de vecino se puede percatar que en ese teatro no hay telón para cerrar. Se me antoja, entonces, que los labios son un trozo de carne que se asociaría mejor con la tristeza y la melancolía que con la jocosidad. Bueno, de la lujuria los labios son socios certeros, pero esa es otra historia --más candente y ensalivada-- y nada tiene que ver con los intentos fallidos de mi mayordomo por hacerse de unos labios.
Según cuenta, una vez lo intentó con migajón remojado en leche pero lo único que ganó fue un ataque despiadado por parte de una parvada de pájaros. Ya lo decía yo, esas cosas emplumadas sólo sirven como emisarios o para ser rostizados. Su segundo intento fue con plastilina epóxica --nada apetecible para los pollos y muy dócil para moldear-- pero al endurecerse el pobre Roderico deambulo por días con una mueca absurda que nada tenía que ver con una sonrisa. Experimentos posteriores, por demás pintorescos, lo hicieron desistir. No se lamenta del todo pues dice que no hay nada mejor que los dientes pelones para disimular el desamor.
Mi necedad, o necesidad, de tener un mayordomo me impidió leer con curiosidad y morbo el curriculum de Roderico: su último trabajo fue en el estudio de un monero desempleado; y ahí fue donde se le fracturó el corazón (sí, fracturado, que su corazón es de hueso y late tuétano todo el día).
Pero ya es tardísimo y la prudencia aconseja no alimentar mis insomnios otoñales. Ya contaremos la historia de la bailarina aquella...

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