He pasado la noche y el día soñando los símbolos de otro, en mi necedad de entenderlos han invadido mis sueños, la cocina y los ojos de todo lo que rodea la colina. Están las centellas lejanas de una lluvia que acaso mojará los vidrios de la ventana, está el viento polvoso: el polvo sale de su escondite con unos días de sequía. Y está la vieja. No aquella vieja, sino otra vieja. Aunque tal vez sean la misma. La vieja vive donde vende tortillas ricas, grandes y redondas; las tortillas vienen de un lugar lejano a la colina. La vieja tiene un perro que más parece un mechudo sucio que animal. Hoy un perro grande atrapó a su perro. Lo arrastraba lento. La vieja, diminuta y encorvada como esa que es símbolo de alguien más, perseguía a los perros: golpeaba al grande para que soltara al pequeño-mugroso-viejo perro. Los niños la seguían, pero a distancia prudente; bien porque en cualquier momento perro grande mataría a perro pequeño, o bien porque perro grande se enojaría con la vieja. Gritaba tanto la vieja que la gente grande también se acercó: por fin alguien arrojó un par de cubetadas de agua a la maraña de perros. Al final todos gritaron ahuyentando al perro grande.
Tuvieron que trasquilar al perro mugroso, estaba empapado y seguro sentiría frío: dicen que el susto y el frío juntos no son buena cosa.
La vieja y su perro regresaron a la casa rosa que siempre ha de oler a tortilla recién hecha. Ella, diminuta y encorvada; el perro viejo mugroso pero sin pelo moviendo apenas el rabo, pero al lado de la vieja.
No quiero los símbolos esos del autor que leo, han invadido mis días.
martes, octubre 26, 2004
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