Y Dios dijo: hágase la palabra.
Y ahí voy yo, siempre devota:
El cirujano
Bastó con el primer golpe. Por suerte era un cuchillo aserrado. No había imaginado que el esternón pudiera ser tan resistente. Cómo iba a saberlo si los únicos esternones que hasta ese momento había fracturado eran los de aquellos pollos a la leña que su madre compraba todos los domingos.
Se sintió agradecido con su pulso, su tino y con el hecho de que la tipa sentada en la otra ventanilla no volteara a curiosear. Suponía que ser testigo de una disección no resultaría grato para nadie, y menos si el tórax en cuestión era el del propio cirujano.
Hundió la mano, tanteó. Todos aquellos fragmentos podrían haberse quedado en la oscuridad perpetua de no haber sido por aquél que tenía incrustado en un pulmón. Era apenas una astilla. Y de una vez aprovechó la cirugía, y el tiempo del recorrido, para sacar cada uno de los fragmentos de su corazón.
Armó el rompecabezas. Lo imaginó rojizo, caliente, latiendo enloquecido. Pero era inútil. Arrojó, por la ventanilla entreabierta, uno a uno los trocitos secos. Limpió la cavidad, ahora vacía, con su pañuelo. Una sanadora amnesia le hormigueaba por todo el cuerpo. Tomó la aguja con sutura y comenzó a remendar la herida.
Y entonces dijo: Hágase la imagen. (Dándole en la madre a mis palabras):
David Mckean
Desde entonces soy atea. (Y los letrados me lapidan con jitomates. Sea.).
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