Azulejo artístico manufacturado para una industria de carnes europea.
Toda obsesión posee un origen, o al menos eso creemos y nos ocupamos en develar la raíz de tal o cual manía. Quiero creer que el origen de mi simpatía por los azulejos proviene de las escaleras de casa de los abuelos. Sobre el muro que las custodiaba existía una composición de azulejos artísticos de varios metros de altura: don Quijote y su redondo Sancho, sobre sus monturas, entrando a un pueblo (más parecía que entraban a la casa, inmensos). Y había una leyenda escrita (que ya olvidé) que seguramente servía de guía para encontrar, en la obra escrita, ese pasaje.
Mi obsesión infantil consistía en tocar los mosaicos accesibles y aislar la figura de cada uno, que por sí solos no eran nada y en conjunto eran un todo impresionante.
Cada cuarto de esa casa tenía azulejos diferentes en los pisos, de diversos colores, formas y texturas. Eran como un intento de definir fronteras por doquier. Y cada pieza escondía rostros y figuras que aguardaban ser descubiertos por algún ocioso (u ociosa).
Todavía busco ojos, narices, bocas, dientes y anexas en los azulejos (hay cada monstruo en mi baño); nadie guardó una foto del Quijote aquél y he estado tentada a tocar el timbre de esa casa para volver a verlo y releer el lema (si acaso el nuevo dueño conservó los azulejos).
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