Con suerte, o búsqueda, podemos toparnos con el origen de ciertas palabras. Algunas son meras derivaciones de otras más antiguas, y las hay que guardan historias curiosas. Parece que la historia de la palabra jumbo es muy conocida (y yo ni en cuenta): a finales del siglo XIX llegó del áfrica un pequeño elefante a quien bautizaron Jumbo (parece que a partir de un vocablo que significaba simplemente elefante). Jumbo rotó por varios zoológicos europeos hasta que encontró casa en Inglaterra (más bien casa de ventas) donde fue adquirido por un afamado dueño de circo americano. Y fue aquí, en América donde encontró fama, que no fortuna.
Jumbo, el descomunal, el inmenso, (y todos los epítetos oceánicos que se nos ocurran) se convirtió en el eje promocional. Jumbo arriba, abajo y por todos los estados visitables de los United States. Desafortunadamente, en una de esas cargas y descargas por vía férrea, Jumbo fue atropellado por un tren.
Su dueño no se detuvo. Mando disecar a Jumbo y a ensamblar su paquidérmica osamenta. Y así como el Cid Campeador, Jumbo obtuvo gloria post mortem.
Y enfin, la piel de Jumbo zozobró en un incendio pero su osamenta sigue con el espectáculo en el Museo de Historia Natural de New York.
Conté la historia a mi hijo-azul. Le pareció tristísima. Ahora cada vez que veamos la palabra Jumbo, inevitablemente, veremos al elefante que no era tan enorme y sí de carne y hueso.
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