lunes, febrero 02, 2004

Hace muchos, muchos, años en esta casa hubo un niño-dios; no era un niño de carne y hueso sino de esos hechos de yeso, pintura color carne núm. 23 y lo que lo hacía único: ojos de vidrio. En esta colina nunca han entrado los dioses (salvo san Plátano y su amarilla iglesia); pero en cuestiones de tradición y festividades, todos se apuntan. Un día como hoy (efemérides del aljibe), en el siglo pasado, solíamos vestir al dichoso niño-yeso --con trajecito nuevo-- para luego ir, en procesión, a la iglesia de La Candelaria (mero pretexto pa otear otros muñecos y comer buñuelos).
Hace años que no cumplo el ritual. No es el no-deseo por los buñuelos sino el no agendar la reparación del mentado niño, el cual fue presa de la fauces de mi perro negro --ya extinto--.
Y hace años el niño-yeso está guardado en un cajón, sin brazo, sin pierna y con senda tarascada en la barriga. Y por ahí andan los trajecitos del Sagrado Corazón, del Niño de las palomas y de san Juditas.
No. Hoy tampoco le toca paseillo.

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