Total, ayer me abandonó mi familar-comitiva (móndrigos rajones); y ahí anduve subiendo escaleras, bajando escaleras, apartando gente, pregunte y pregunte dónde estaba la mentada sala (hasta que un mensajito me sirvió de faro). No me retracto, odio las ferias y sus gentíos, y esas caretas de ratón-de-biblioteca que, a gritos (literal), desean exhibir algunos.
Hay que admitirlo, en ciertos círculos se respira un airecillo de pedantería: está el que cita a un escritor por minuto, y el que cita párrafos enteros; está el que maneja los términos literarios aunque la conversación verse sobre guacamole; el que se presenta con infinitos títulos nobiliarios o el que sostiene el cigarrillo con aire trágico. Y todo esto arma un ambiente curioso y oteable.
La necesidad de demostración se vuelca al exterior: quiero demostrarle a él, a ella, a tod@s lo que soy (si acaso se es algo más que un ente con dos ojos, una nariz y una boca para medio hablar). Y no. Esta demostración es más íntima (me voy a demostrar que...). Pero adiestrar a nuestro yo exhibicionista es ardua tarea: unos lo intentan, pocos lo logran y los más ni siquiera conocen la diferencia.
Lo terrible de esta necesidad es que desencadena actos (y no sólo frente a bambalinas); y algunos actos arrollan afectos, empatías, creencias y la confianza que depositada en algunos personajes.
La decepción posee toda la gama de grises; y aunque ésta se aleje ya volverá porque para muchos el espectáculo debe continuar.
Otros diremos de tales demostraciones:es un afán caduco y, bien mirado, es cadáver, es polvo, es sombra, es nada.
lunes, marzo 01, 2004
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