miércoles, marzo 31, 2004

Van dos noches que debo agarrar mi almohada para ir al cuarto rosa (que no es el mío) y dormir. El partner anda griposo. Imposible dormir junto a alguien que carraspéa y se suena cada 2 minutos. (Imposible si traigo ya indicios de insomnio).
Y justo ayer recordé mi cama de infancia, que era individual y daba a la ventana (igual que la del cuarto rosa). Recordé que sólo podía dormir si construía una especie de cueva, esto es: atoraba la colcha en el pedestal de la cabecera y entreabría una de las cortinas laterales (que las cuevas son insoportables con aire caliente).
Esta manía no era producto de mi miedo a la oscuridad (a esa no le tuve miedo) sino el temor a la inmensidad. No me bastaba el techo para dejar de sentir esa zozobra de la intemperie, construía una casa dentro de otra casa. El juego de las cajitas chinas aplicado al instinto más básico: el animalito que busca guarida.
Y sí, dependo de las cuevas (que tienen rostros diversos); y sí, todavía le tengo miedo a la inmensidad: no a la del espacio sino a todo aquello que se esconde en su concepto. Y es este miedo, digerido, el origen de la fascinación.

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