Los recuerdos sepultados a mayor profundidad sólo pueden ser invocados con actividades absurdas y cotidianas. En eso estaba, en el absurdo de recoger miles de partículas de fieltro esparcidas sobre la alfombra y la colcha cuando recordé las imágenes de un libro de infancia. Podría decir que aquel libro, en su momento, fue atesorado y releído hasta el cansancio; y no por las veces que repasé las líneas, sino por la dificultad de descifrar cada una de sus palabras. Ya lo he confesado antes, yo no aprendí a leer hasta muy grande.
En ese libro descubrí palabras como Ximena, Cid Campeador y Babieca entre dibujos en blanco y negro. Pasarían muchos años para que leyera, por primera vez, el Cantar del Mío Cid en su versión "original", sólo para descubrir que muchos de sus pasajes eran "adornos legendarios".
Imagino que a la gente grande, de esos tiempos, mi fascinación por el Campeador les provocaba cierta curiosidad, como ahora yo me asomo a las "peculiares" aficiones de mis hijos. Y la curiosidad se comenta, se comunica, se cuchichea; por ello, como también he recordado, cierto día mi abuelo me pidió que le contara la historia. No le conté nada, me limité a afirmar que yo no sabía nada de un caballero, ni de sus hijas azotadas, ni de un destierro, ni de un caballo con nombre raro. Los niños, a veces, no comparten sus mundos.
Entre borlitas de fieltro he deseado recrear el asombro primero ante el Mío Cid; he recordado el color de las paredes de la cocina de casa de los abuelos y el contraste que provocaba con el verde de la higuera. Y he recordado el desencanto consetudinario del abuelo para descubrir que el mío sólo es un eco.
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