jueves, noviembre 18, 2004

En realidad son muy torpes, con soplarles salen volando sin ton ni son. Por las noches, y con la luz prendida, me las topo por todos los rincones. Siempre las esquivo. Lo malo sucede cuando camino a oscuras, más de una vez he sentido sus cuerpecitos bajo las plantas de mis pies. Llevan años aquí, y hasta donde he podido observar, entran por la ventana de la sala.
No sé qué buscan esas hormigas inmensas, a veces creo que es comida pero entonces ¿qué hacen en los cuartos, en los baños, en los clósets, en el techo, en la pared? No sé qué diablos están buscando. Deduzco que su desasosiego ha aumentado porque ahora les da por inmolarse: encuentran un tarro de miel semiabierto y se despeñan. Uno las descubre poniendo el envase a contraluz, suspendidas en su espesa mortaja. El azúcar las engaña, él se nombra ámbar líquido que les promete la inmortalidad. No hay tal.
Yo termino colando la miel de maple y la de abeja, y las hormigas --sus cuerpos-- se van por el desagüe, todas pegostiosas. A ellas no les importa, continúan su búsqueda. Pequeñas pero inmensas, temerarias pero frágiles. Son alegoría que tiene el estatus de universal a la vez que de plaga.

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