lunes, noviembre 29, 2004

Imagino al espíritu como un pulpo que sólo en su elemento puede poseer la consistencia necesaria para ir de aquí para allá y ejercer sus cualidades. Si está lejos de su hábitat se convierte en una plasta informe incapaz de cualquier cosa, hasta de respirar. Deambula con sus ocho tentáculos repletos de diminutas ventosas que se antojan ventanas para explorar, descubrir y encontrar. La percepción del pulpo se multiplica en cada una de ella y si está a disgusto en alguna situación, suelta un chorro de tinta y huye veloz.
Pero no existe nada más decadente que un pulpo que, además de estar fuera de su elemento, ha perdido todos sus tentáculos: es una pequeña plasta sin extensiones, sin siquiera la posibilidad de desparramarse, desesperado, en la superficie. Más un trapo mojado que comienza a enlamarse que un ente hambriento de palpar todo lo que le ofrece el rededor.
Así hay días, de pulpo mutilado. Y queda el consuelo de saber que a los pulpos reales, en caso de perder alguna extremidad, les vuelven a crecer los tentáculos. Imagino que al espíritu-pulpo le ocurre igual. Veremos.

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