1. He imaginado ser dios, no una vez, ni dos. Y por ello tengo una lista detallada de lo que haría: en uno de tantos incisos planeo agarrar a la humanidad toda y verterla en un gran --y divino-- procesador de alimentos. No para exterminarla --que es divino-- sino para hacer una mezcla, una buena masilla para moldear a todos los individuos de nueva cuenta. Sí, sería como hacer galletas. Y entonces, con mi humanidad uniforme, repoblaría la tierra, algo que podría llamarse "la globalización de jengibre (divino)". Y por un momento contemplo esta armonía que se sostiene en la imposibilidad de la diferencia, del desacuerdo de la no igualdad.
Pero entonces, yo, el que fuese dios magnánimo, observo cómo mis galletas que corretean por las praderas empiezan a devorarse entre sí. Enfurecido les mando un diluvio lácteo para que mueran las ingratas, las necias, las estúpidas galletas (el diluvio es simplemente un litro de leche, divino, vertido sobre el planeta).
2. Quisiera ser dios, o un dios, o muchos dioses porque en mi humana soberbia me siento capaz de arreglar todo desperfecto. He imaginado cercar naciones enteras, o mezclar distintos bandos arrojándolos en una isla remota como experimento pedagógico, y divino, para traer "paz a los hombres de buena voluntad". Seré genial. No entiendo como dios no me hace dios a la voz de ya.
3. Pero a ratos descubro el por qué de mi no divinidad: he pensado, y ya no imaginado, abandonar a los ahogados a su suerte para que mueran con tristeza como otros mueren con las barrigas hinchadas, con los cuerpos desmembrados, muertes tristes, vergonzantes, siniestras. Y quise enviarles rifles con aderezos criollos y con perejil picado espolvorear mi sentencia: aprendan su lección, aprendan, aprendan... y con esto me percato de cuan imbécilmente humana soy, tan corta de entendederas, tan mezquina como todos aquellos a los que, en divinidad, quisiera transformar. Hoy no quiero ser dios. Pasado mañana, tal vez, a lo mejor.
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