Dediqué un rato a recrear --lo que en jornada laboral se nombra perder el tiempo-- el ajetreo de una legión de ángeles en una cocina: unos acarrean agua, otros examinan la textura de las raíces; los más cuidadosos quitan la cáscara crujiente de una pila de cebollas. Y van de aquí para allá, levantando ventiscas con las inmensas alas que en ocasiones provocan el rodar de unos dientes de ajo o atizan el fuego del hogar esparciendo, con peligro, las pavezas. Deben ser muy diestros los ángeles porque no portan mandiles y sus vestidos continúan igual de inmaculados; y tal vez no sea destreza sino divinidad pues ¿qué verdura, qué trozo de aguayón, qué betabel siniestro --en sus cinco sentidos-- osaría corromper la pureza de estos seres?
Mas luego, en mi recreación, me cuestiono si aquellas alas desplegadas no son guarida de ácaros y piojos inmundos; y si las mismas no expelen ese tufillo que tanto odio de las aves: ese olor a usado, a sesos decrépitos, a vejez implacable. Pero no. Esas manos emplumadas sólo podrían albergar bichos iridiscentes, limpios, amigos.
Al final, agradezco a Murillo el haber podido perder el tiempo a través de su vida agitada y de su gloria no vivida. Quien logró concebir este evento "cotidiano" merece ser recordado:
La cocina de los ángeles, Esteban Murillo.
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