lunes, septiembre 12, 2005



Y tal vez podría recurrir a lo que hacen los niños de ciertas edades: animar. Animaría los conceptos y todo aquello que me es inasible para así aterrizarlos, materializarlos en un intento de ordenar todo lo que se escurre y erradicar, de una vez por todas, cualquier sobresalto.
Por azar he encontrado a Ayres. Yo buscaba vasijas griegas para un trabajo. Y ella, Ayres, es la invitación para animar la fragilidad que tanto me aterra, que tanto me fascina, que es un misterio antiguo como aquel que dilataba las pupilas cuando contemplaban el fuego.
Y con ella, a través de ella, por ella, puedo "renombrar" a la fragilidad: Ayres... es casi un murmullo o casi un aullido o casi el sonido estridente que estrella los cristales de la intuición.
Ahora, la fragilidad, duerme en una cueva arrullada por la nana de las raíces. Y no importa si la abandono --sólo un poco-- porque debo trabajar como trabaja la gente grande. Nadie puede quitármela, su nombre, Ayres, está grabado en la piedra.

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