Ayer tuve mi primera pelea navideña aunque aquí, hace muchos años, las dichosas navidades son inexistentes (privilegios de una familia en extinción). Pero cuando de iconos se trata siempre estoy dispuesta a adoptar uno o dos como favoritos gráficos, sin importar el origen de la festividad. Siempre tendré arbolito natural, lleno de focos (será que dentro de mí sobrevive algún nativo de isla desierta embelesado por los abalorios).
De todos los iconos navideños me quedo con los hombrecitos de jengibre, no sólo por su sabor y las horas dilapidadas para decorarlos, sino por el cuento de aquella galleta que huía por los caminos, retando a cuanto personaje se le ponía enfrente:
Y allá iba, como alma que lleva el diablo, sintiéndose inmortal (si acaso podemos hablar de una mortalidad galletesca). A la diminuta galleta plena de arrogancia la conocí por primera vez en una edición que me regaló mi santo padre (ya perdida en tantos naufragios) donde el personaje olía, literalmente, a jengibre. Más tarde descubriría la misma historia en los cuentos rusos; sólo que en lugar de galleta, corría un bollo. Pero al final la bandera importaba poco, la zorra universal (cruenta y astuta) se lo comía de un bocado; merecido se lo tenía, galletita pasada de lanza.
Y claro, como en toda fábula tenemos la moraleja. Haciendo recuento de los años podremos vernos transformados en esa galleta, crujientísima, zozobrando en la saliva de los otros: galletas somos y por el camino andamos...