domingo, junio 27, 2004

Justo hoy es el día del Sagrado Corazón de Jesús. No creo en santos (sólo en uno amarillo), ni en cruces, via cruxis, vírgenes, altares, hostias, mesías, mecas... Creo en otras cosas que se materializan en los símbolos más antagónicos. Ya llené este aljibe de caritas, poemas, anécdotas insulsas, plátanos y JELIcidad. Total, ahora me toca pegar un cacho de mi libro. Nomás porque ese cachito lo hice un día como hoy (las efémerides de la tinta). Quise decir más de lo que pude (como siempre, caray). Buenos deseos pa la marcha (ajá, tampoco creo en eso).

Cera y parafina

"Si enciendes un cigarro con la llama de una vela, un marinero muere", oí decir a una alemana. La superstición no resulta tan descabellada si tomamos en cuenta los usos y aplicaciones de las velas. Desde la vela socorrista que ahuyenta las tinieblas en un apagón hasta la vela que inhibe el olor del humo del tabaco. La escena de un castillo siniestro no causaría el mismo efecto sin un candelabro en la mano de la heroína, así como tampoco los templos serían templos sin una buena dotación de cera.
Cuando era niña, en casa de los abuelos las velas se erguían como diminutos bastiones de la fe oculta. Por las mañanas mi abuelo despertaba y entonaba cánticos en una lengua desconocida. Por las tardes, en el ocaso de los viernes, se alejaba a la sala donde la menorah yacía sobre un mueble estilo español antiguo, él encendía las siete velas y tarareaba bajito un cántico diferente. Yo observaba a contraluz la silueta de mi abuelo, alto y fornido, con las manos siempre cruzadas por detrás de su espalda, y las llamas de las velas pendientes de la oración.
Al otro extremo de la sala, sobre la consola, se encontraba la estampita del Sagrado Corazón de Jesús que, según mi abuela, era el máximo protector. Ahí aparecía la figura de un hombre rubio y barbado rodeado de luz y guirnaldas que mostraba su corazón cubierto de espinas, lastimado. La abuela encendía velas atrapadas en vasos, las veladoras; una para el Corazón y otras tantas por cada difunto de la casa. Las llamas custodiaban la estampita milagrosa todos los días del año; no así las velas del abuelo, ésas se quedaban dormidas toda la semana --tu abuelo no cree en Jesús, pero cree en el mismo Dios que yo --aseveraba mi abuela.
Antes de Navidad, el abuelo prendía otras velitas (una cada día) puestas en un candelabro diferente, en lugar de siete eran nueve. Era la celebración del Chanukah, o Festival de las Luces. Pero en Navidad sí celebrábamos el nacimiento de Jesús. La abuela adornaba un pino, compraba un guajolote, sacaba el metate de la covacha y se hincaba a moler los chiles para hacer mole.
El abuelo devoraba con placer el plato de mole y guajolote que le servía la abuela. Los chiles, las especias, el chocolate y la tortilla quemada lo invitaban a la fiesta de cumpleaños del niño Jesús; y tal vez entonces creía en él pues ese día también prendía sus velas.
Cada vez que el abuelo salía o regresaba a casa, tocaba con sus dedos una pequeña placa incrustada en el marco de la puerta de entrada, el mezuzah (escudo) de su hogar; también en la entrada, mi abuela colgaba una cruz de palma adornada con un lazo rojo y cerca de ella ponía un vaso lleno de agua. Pero no necesitaba tocarlos, ésos protegían por sí solos.
Mientras las velas traían luz y gracia a la casa, en la mesa abundaba el pan. Era una abundancia cuantitativa y cualitativa: se podía tomar una rebanada de pan negro y untarla copiosamente con mantequilla y paté --pan Dominó, así lo nombraba el abuelo-- o tomar un bolillo calientito del día, pues ahí no había pan recalentado, para sumergirlo en una taza de chocolate, o hacer acrobacias con una tortilla deslizándola sobre un plato de adobo. Y a todas horas podíamos tomar un matzá (el pan ázimo), morder aquella lámina crujiente y, para disgusto de la escoba de la abuela, tapizar el suelo con migajas. Entonces salíamos al patio, por lo menos convidaríamos un poco de matzá a las hormigas que pululaban en el jardín.
Supongo que todas esas velas tenían algún poder mágico pues lograban reunir sabores opuestos, nombres en distintas lenguas y plegarias que, a final de cuentas, se dirigían al mismo Dios. Al llegar a casa de los abuelos, la número 31, uno se detenía a admirar su fachada cubierta totalmente por una bugambilia que en temporadas era sólo verde y otros meses irradiaba un color innombrable. Con sus ramas envolvía aquella casa, la acogía y unificaba lo que a primera vista resulta incompatible.
Una noche de tormenta aquella bugambilia cayó desparramándose sobre la reja y la banqueta de la calle. Estaba acabada, su tronco era un atado de astillas gigantes. Mi abuelo moriría meses después. Sus velas guardarían silencio para siempre y a las de la abuela se sumaría una más, que alumbraría su viudez durante más de 20 años. El vacío de la fachada se filtraría lentamente a la casa y a cada uno de sus integrantes.

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