lunes, junio 07, 2004


Magritte


Por sí mismos, los ojos --los globos oculares-- no tienen ningún atractivo. Hay variedad en forma y color, pero de ella no depende la frecuencia de la mirada. Mirar. Hace unas horas miré con ira a alguien. ¿Qué posee una mirada para que ese alguien la perciba de espaldas y voltee asustado? Está de más decir el por qué de mi ira (la ira es más allá de cualquier justificación).
Las miradas tienen profundidad: conozco las que son hondas como charcos, hondas como pozos o pavorosamente infinitas (el mal tiene lo suyo). Están las que invierten su introyección en algo convexo: esas miradas se expanden, revolotean. Las hay opacas, en las que nunca nos veremos reflejados (esas sobran). Las que nos reflejan dulcemente, las que nos reflejan de manera inquisitiva. Unas pocas tienen un brillo brujo, como si robasen ciertas propiedades del mercurio --exceptuando el color para preservar la transparencia de las retinas--. Triste, están las miradas a punto de extinguirse, y no hay mano que logre acunarlas para evitar que se apaguen.
Y las hay miradas-lianas, las únicas que logran enredarse con otras: uno mira, mira el otro, y ellas, miradas, se enlazan. Con suerte, al mirar al otro, uno se mira a sí mismo. Sí, las miradas también conocen la comunión.

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