martes, octubre 26, 2004

He pasado la noche y el día soñando los símbolos de otro, en mi necedad de entenderlos han invadido mis sueños, la cocina y los ojos de todo lo que rodea la colina. Están las centellas lejanas de una lluvia que acaso mojará los vidrios de la ventana, está el viento polvoso: el polvo sale de su escondite con unos días de sequía. Y está la vieja. No aquella vieja, sino otra vieja. Aunque tal vez sean la misma. La vieja vive donde vende tortillas ricas, grandes y redondas; las tortillas vienen de un lugar lejano a la colina. La vieja tiene un perro que más parece un mechudo sucio que animal. Hoy un perro grande atrapó a su perro. Lo arrastraba lento. La vieja, diminuta y encorvada como esa que es símbolo de alguien más, perseguía a los perros: golpeaba al grande para que soltara al pequeño-mugroso-viejo perro. Los niños la seguían, pero a distancia prudente; bien porque en cualquier momento perro grande mataría a perro pequeño, o bien porque perro grande se enojaría con la vieja. Gritaba tanto la vieja que la gente grande también se acercó: por fin alguien arrojó un par de cubetadas de agua a la maraña de perros. Al final todos gritaron ahuyentando al perro grande.
Tuvieron que trasquilar al perro mugroso, estaba empapado y seguro sentiría frío: dicen que el susto y el frío juntos no son buena cosa.
La vieja y su perro regresaron a la casa rosa que siempre ha de oler a tortilla recién hecha. Ella, diminuta y encorvada; el perro viejo mugroso pero sin pelo moviendo apenas el rabo, pero al lado de la vieja.
No quiero los símbolos esos del autor que leo, han invadido mis días.

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