miércoles, junio 15, 2005

Fugas

1. De las lecturas recuerdo la tensión que me provocó la fuga del Conde de Montecristo de aquella isla estéril frente a las costas de Marsella. Años después descubriría un paralelismo con la isla de Alcatraz la cual conocí a distancia. Ésta también poseía sus leyendas sobre fuga memorables. En ambos casos, ficción y no, la urgencia de huir de esas tierras yermas me pareció ineludible.

2. Del Conde de Montecristo me asombró su casi mística paciencia. En su momento no reconocí el hecho de que el odio y la venganza pueden ser un motor vital inextinguible (era peque cuando lo leí). Años después trataría de entender, entonces sí una mística paciencia, en la historia de Job, víctma de un Dios retado: a que no te lo chingas pa probarlo --algo así le pide el ángel caído.

3. Dumas optó por un final feliz en su novela: el viaje del héroe que llega a buen término, recompensas y aprendizajes incluídos. Y en su momento, por supuesto, sentí regocijo al llegar a la palabra fin. No así con Job: con él me quedé con la sensación de que debió de haber terminado sus días como un hombre piadoso, pero tristísimo y adolorido por dentro y por fuera.

4. Años y años más tarde conocería, vía una amiga, una luminosa anécdota de Job que incluye una calabacera. Y conocería también el odio, la venganza, el reto y demás colores. Lo que queda al final, o a este primer recuento, es que aún de las tierras estériles se escapa y cuando todo se pierde existen nuevos caminos y nuevas historias aunque la calabacera aquella ya no exista.

5. Claro, estoy en fuga. Pero algún estúpido optimismo me ha de quedar si regreso a este mi charco nadando alegremente (ja) con Job y un conde. Enfin.
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