miércoles, junio 29, 2005

Desperté e inmediatamente me di vuelta para volverme a dormir sólo para regresar, en sueños, a esos escenarios de dualidad: de un lado está el pueblo derruido, del otro un mar azulísimo donde aguardan bergantines y barcos menos antiguos que adivino por sus colores radiantes que sólo son posibles si la luz los devela sobre una superficie metálica. Y todo el suceso, del sueño, era vil escenario de otra de tantas historias de perros negros.
Cuando la situación, del sueño, se salió de control decidí despertar. Basta pensar: esto es un sueño, despierta.
Y desperté e inmediatamente sentí sobre mi mejilla algo que hacía cosquillas. Lo tomé entre los dedos índice y pulgar. Simultáneamente lo prense entre las yemas y vi su breve silueta a contraluz. La textura indicaba que era una orilla de algún empaque de plástico, pero la vista adivino dos antenas. Pensé en ese par de segundos que tenía que detener la pinza de mi mano, pero el pensamiento fue un eco inútil ante el crujido de aquel cuerpo.
Era una hormiga inmensa aquello que arrojé a la alfombra como tratando de ocultar lo hecho. Mis dedos, índice y pulgar, son guardianes del instinto. Mis oídos son guardianes de toda una gama de crujidos: ellos recuerdan el andar sobre una acera cubierta de flores de jacaranda caídas, el zapato justiciero que en alguna playa ejecutaba cucarachas inmensas, o el brinco infantil que fabricaba bombas con tetrapacks inflados de aire.
Y desde que desperté medito sobre los perros negros, sobre la textura onírica de sus hocicos y sobre los distantes bergantines en lo que nunca he viajado. Y pienso que la muerte es lo más semejante a un crujido, breve y sordo.
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