He imaginado cada cultura como una gran licuadora, siempre enchufada a la corriente, siempre batiendo; unas veces en velocidad baja, otras en media y a ratos en velocidad pica-hielo. Dentro de ella, la licuadora, caen ingredientes ya conocidos, novedosos, extranjeros, mutables, pero todos van al mismo destino: al vórtice que anuncia las implacables hélices de la integración. He imagino que los batidos son de sabores distintos, pues no importa qué añadamos a ellos; el sabor base, la esencia, permanece. Puede que rechacemos el color de unos, o su textura, su consistencia, su aroma o el sabor todo. Mas todos son batidos y ello los hermana.
Y en este batir infinito están los niños. En el caso de los mexicanos dudo que crezcan al margen de las tradiciones que los rodean, salvo contadas excepciones: esos que han sido elegidos por el destino para convivir con padres-cabeza-de-madera (algo así como un pinocho mal parido, ja). Pero, para el niño, que no siempre se retroalimenta con el sentido de la vista, la opción mejor es tomar un disfraz y celebrar Halloween: es una festividad más lúdica y más asible. Y claro que posee su carga simbólica: el disfraz es alegoría de la metamorfosis, de la transformación. Y el niño es, per se, protagonista de éstas.
Celebremos el que hoy, algunos, devoren dulces. Ya mañana podrán convivir y venerar a la muerte azucarada que guiña el ojo desde el altar.
pd: No olviden su calavera, jijos. Hoy cierra la convocatoria, y ya han llegado versos harto coloridos.
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