Llegó Roderico con su tonito autoritario a levantarme, que no había tiempo para dejadeces, ni para esconderse bajo la almohada. Le contesté que ando agripada, que con un día de TV y pachorra me compongo. Se limitó a jalar las sábanas y a agarrarme a almohadazos: ¡Vístete, en la sala esperan los inversionistas!
Ya están instalados en un cajón del trinchador, ese que está forrado con felpa y en el que guardo ciertos cubiertos. Hasta acá escucho la máquina registradora y los cantos gregorianos (que según dicen los alegres esbirros de Roderico son eficaces para la concentración).
Roderico se frota las manos (bueno, las pelonas falanges), como saboreando los futuros frutos pues argumenta que dos son los poderes sobre la tierra: billete y religión. Y por ésto ha traído de las catacumbas del Vaticano a monseñor Eustaquio y de las alcantarillas de la Trump Tower a monsieur Carcasse, ilustre contador e hijo de madre francesa inmigrante.
Y mientras mi mayordomo gobierna desde su castillo de terrones de azúcar, yo me dedicaré a tomar café y a dar un bloguitur. Ya trabajaré en la tarde si acaso me siento más energética, bah. Saludad a los esbirros del Roderico:
Eustaquio, el monseñor.
M. Carcasse, contador contable.
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