miércoles, noviembre 23, 2005

Sí, alguna vez fui adolescente, hace muchos años; tantos que pareciera que esa adolescencia es de alguien más. Pero, además de un vestigio de inmadurez, todavía hoy me quedan reminiscencias de aquellos días no dorados sino de oropel. Sería estúpido idealizar aquellos días, como hacen algunos al afirmar que se dedicaban de lleno a los libros --basta con develar su mínimo horizonte en la adultez para saber que mienten--. Leí y leí y leí pues la adolescencia regala el tiempo para ello, ahora yo tengo que robar minutos al tiempo. Pero entre páginas y páginas de libros que tendría que leer ahora y no entonces, dediqué horas frente al espejo ya poniéndome mascarillas o delineando el contorno de mis ojos. Lo mismo me importaba ser "ilustrada" que ser "bonita", tan intensa es la inseguridad en la adolescencia que hoy, entre amigos, podemos reirnos de nuestros actos compensatorios de aquellos días.
Estos días he descubierto cuanto me he olvidado del espejo, y como el afán de "ilustrarme" se ha convertido en un árido territorio de introyección. Y no puedo reirme a solas, y menos entre amigos, de las inseguridades de la adultez. No son graciosas, son un enjambre de eufemismos que con su zumbido todo lo corrompe. Se me antojaría recuperar las horas ociosas frente al espejo con la única intensión de "ponerme bonita" y olvidarme de todo y de todos, ser una Alicia amnésica que nunca despierte de su sueño.
Pero los escapes de la adolescencia tienen fecha de caducidad; no así ciertas sensaciones como aquella zozobra inmensa que sentí, por primera vez, al leer un libro, Ancho y ajeno. En su momento creí que se debía a la historia en sí, o al ritmo cadencioso con el que el autor había escrito ese libro. Ahora, años y años después, comprendo que fue la intuición de que algo en esas llanuras estériles, en esos personajes mancillados mostraban no la ficción sino la realidad. Y aquella frase lapidaria, "el mundo es ancho y ajeno", lejos de la adolescencia se ha convertido en un eco consetudinario que se escapó del tomo que sigue en el librero.
Qué lástima haber dejado la adolescencia para convertirme en el cliché de un vampirillo: aquí hay espejos pero ya no puedo jugar con mi reflejo.
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