Este cuarto huele a monasterio. Entre mis tareas y las de terceros terminé "iluminada" por la hagiografía. Todo lo que hago se ha sincronizado para arrojarme nombres de santos. Y no puedo evitar buscar las biografías de san "tal" y san "cual". No creo en los santos --que santo sólo hay uno--, y la institución eclesiástica me da migraña. Pero el santoral es como una bola de cristal donde se entreven sucesos, puntos de vista, deseos y temores de toda una civilización (la occidental). Y algo tiene de grotesco --¿he ahí su atractivo?--, en ese coqueteo con la "nota roja" que le da un giro único a lo divino; en esa celebración del dolor y de la espiritualidad lastimosa. Creo que me atrae su tono legendario: la realidad exaltada que puede transformarse y redirigirse --con la ayuda de manos casi siempre siniestras-- a caminos inciertos de la historia.
Horror. No quiero llevarme los santos a la mesa, no tengo intención de ayunar. Algo retro, mundano y colorido (sabios consejos de Roderico) ha de servir como talismán contra la grisura monacal:
talismán de jueves