martes, septiembre 28, 2004

En aquellos días... el pescado de la mentada bodega de Nayarit proveía a una de las cadenas de supermercados de la H. ciudad de México en la que el control de calidad, hay que admitirlo, era riguroso. Los restos del embarque --especies que no convenían al marketing o o piezas a las que les faltaba un ojo, una aleta o media cola-- se iban al mercado de La Viga. En este lugar usaban algunos trucos para ofrecer pescado "fresquísimo" a la clientela, como el de sumergir el producto en agua con hielo.
El pescado, en la ciudad, es un misterio. A pesar del control de calidad de los supermercados el producto que llega a los aparadores no esta del todo fresco; y en la antigua La Viga, más allá de los gélidos trucos, sí se podía comprar pescado con apenas 12 horas de fenecido.
(Intermedio: ¿Cómo reconocer un pescado fresco?: agallas rojo encendido, ojos brillantes y abultados y carne turgente al tacto...)
Imagino lo que hacemos, decimos y sentimos como peces de diversas especies. Y nos imagino como pescadores de los días: preparando anzuelos, remendando redes y embarcándonos para descubrir nuevos territorios donde pescar lo deseado. Y acumulamos peces y pescados. Pero ocurre que ciertos pescados entran en estado de descomposición: y entonces buscamos trucos gélidos, salmueras, salazón o enlatados para sostener el sentido de nuestra cotidianidad. O bien inventamos seres fantásticos, como el ezox medieval: un pez colosal, que nadaba en las aguas del río Danubio, el cual no podía ser arrastrado ni por una carreta tirada por cuatro bueyes; su carne era semejante a la de cerdo y si alguien lograba pescarlo --y el ezox sobrevivía-- se le tenía que dar a beber leche para mantenerlo vivo:


ezox (grabado medieval)

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