miércoles, febrero 23, 2005

Entre café, cigarro y café he tratado de recordar los detalles de algunos cuadros vistos el sábado. En una expo suelo ver primero el cuadro y luego su título y su autor: es una buena secuencia, sólo así se descubre que el cuadro soso era un Diego Rivera (imagino sus pininos), el más plano era un Munch y el cuadro más impresionante era de un polaco (cuyo nombre preguntaré al partner). Recuerdo los originales para una edición, y de ellos la capitular de la letra O de la cual pendía un murciélago, y el dibujo a lápiz que tenía unas estrellas diminutas pintadas de blanco y cuyo efecto era el de un intrigante resplandor. El cuadro más luminoso era el de una danza macabra moderna pintada en negro, blanco y esa infinita gama de grises. Los detalles se desvanecen e intento, con las palabras, hacerlos permanecer. Mas ellas y la memoria son perecederas, limitadas, pequeñas. Entonces comprendo la urgencia de las formas y la luz: la que mueve al pintor a recrear la piel con fórmulas inauditas del óleo, la que materializa miles de plumas para afirmar que los seres alados existen, la que sorprende al fantasma de una niña que regresa a su tumba, la de la imagen borrosa del torbellino de los adúlteros. Y la palabra, gran estafadora, sólo seca las pieles, fractura alas y exorcisa el entorno. En ella no hay luz, ni forma, acaso la memoria de su limitación.

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