lunes, enero 12, 2004

Pasaron las doce campanadas, aunque me tiene sin cuidado pues aquí no hay calabazas ni hadas ni animalejos fantásticos; tuve que compensar las horas robadas al fin de semana laboral. Me fui a casa del árbol-que-abriga, fue un desayuno con ese horrendo dejo de simbólica despedida... pero no se va a ir porque yo no quiero que se vaya, no imagino un mundo sin el árbol-que-abriga.
En unas horas dormiré, despertaré y tendremos desayuno festejo-laboral: somos patéticos, ya nos antologaron, sin mérito, simples artificios de nuestras fatuas relaciones públicas.
Ok, festejemos. Ok, trabajemos. Ok, anestesiémonos.
Y con anestesia tal vez termine el maldito ensayo de las puertas; hasta podría agregar cómo los silencios son puertas que se cierran (el aire en movimiento puede ser devastador).

De cómo un niño llegó a la negra torre
Robert Browning


XXXI
¿Qué había allí, en el medio, sino
la Torre misma, redonda
y chato torreón con almenas
esperando como el Juicio Final, como al final
del laberinto el monstruo? Sí, el redondo
torreón con almenas ciego como el corazón
de un idiota, hecho
de piedra oscura, sin igual
en cualquier paisaje del mundo, conteniendo
en sí toda la mirada. Así el genio
de la tempestad sarcástico lleva de la mano
al timonel contra
el arrecife y él lo sabe
sólo cuando cruje la madera, sólo
por el oído que ensordece, ahora.
La noche. Su luz.
La noche. Deshaz mi cuerpo.

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