martes, abril 29, 2003

Hace muchos años, tantos que parece la historia de otro, recorrimos un sendero empedrado, polvo de polvos, para llegar a una ciudad fantasma. Mi padre me llevó a un pueblo que conocía (por trabajo) para que me engolosinara con aquellas ruinas del México Minero. Un lugar fantasmagórico enclavado entre montañas; algunos personajes, tal vez 3 o 5, caminaban por sus calles. El presidente municipal pidió la llave de la casa de la moneda: la herrería, las escaleras, los muros blancos, todo estaba suspendido en el tiempo. Aun la tienda de raya conservaba frascos de vidrio en los entrepaños de madera, de color pistache. La iglesia, la presidencia y algunas casas estaban custodiadas por manzanas de ruinas, de piedras y zacate. Ahí todo era silencio y ventanas por donde nunca nadie asomaría... Dejamos aquel lugar ya entrada la noche, atrás sólo quedaba una mancha oscura y los espectros de la mina.

Regresé después de muchos años, y curiosamente llegue por la noche. Algo había cambiado, me recibió una marea de luces. Donde el silencio habitaba se erguían hoteles, restaurantes y un murmullo alegre de turistas. En las calles estrechas los autos se enredaban, muchos abrigos caminaban por las improvisadas aceras. La casa de moneda lucía desintegrada. Sólo las montañas eran las mismas. Los espectros ya no viven en Real de Catorce.

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