lunes, septiembre 15, 2003

Cada vez que limpio ese librero me tropiezo con su lomo desgarrado; las pastas desprendidas y hojas vueltas jirones. Ya alguien me preguntó: ¿para qué lo guardas? ese libro es una ruina. Todavía no sé para qué lo conservo; aún lo leo De otro modo lo mismo, Bonifaz Nuño; falaz argumento: pude reemplazarlo, he tenido años y años para reemplazarlo. Ese libro fue un regalo y todavía conserva su amorosa dedicatoria, ese libro me hizo tomar una decisión (de las que llaman trascendentes); años después la misma persona que me lo regaló lo hizo pedazos frente a mí. ¿Tristeza? No. ¿Ira? No. Fue la certeza postergada.
Hoy sacudí nuevamente su maltrecho lomo. Algunos libros guardan historias paralelas (adjuntas a las impresas): cajas de papel, memoratas, pasajes, rostros. Mis libros son algo íntimo, una constante; nunca estandarte de intelectualillos, ni jueguito imbécil de "soy culto", patético y vano afán; ellos están ahí, contenido y objeto --a veces hermoso--. Son umbral.
Y acaso, espejos. Creo. Tal vez deba tirar el de Bonifaz (silenciarlo), y esperar que llegue de nuevo.
Deseé tanto ese libro. La historia se resume en un deseo troceado.

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