lunes, abril 26, 2004

Anduve el fin de semana como cascabel de Calandria. Hoy me ha pesado que sea lunes. Enfin, ya tengo mi lista de quehaceres. Y llueve, llueve, sigue lloviendo y (deseo) lloverá. ¡Oh, sí! La ciudad entera será un aljibe y tendré a mano pequeños erizos pa arrojar a los vecinos (no a todos, sólo tengo uno que otro candidato pa erizarle los ojos). Pero no pueden ser tan importantes esos pseudo seres que viven tras otras puertas. Enfin...
Ahora planeo descifrar de dónde surgió esta saudade furiosa. Todo se desató en la tarde, cuando estaba bloqueada con un logo; huí a la cocina para lavar las fresas antes que la maldición fresística me alcanzara (las compro, las olvido y terminan arruinadas dentro del refri). Las saqué de la bolsa y ahí empezó todo: el ambiente se llenó con el aroma y aún bajo el chorro del agua el perfume no cesaba. Ese olor es embriagador, y no toda embriaguez es simple y llana.
Ya terminé las propuestas del dichoso logo, por mí le hubiese injertado una fresa (pa que sus clientes se embriaguen); lo que no acaba es este olor en la memoria. Hay tantas frutillas protagonistas. Las inflorescencias tienen algo de perverso, algo de rebeldía.
Regresaré a la cocina y a las fresas, una a una, les arrancaré el rabito. Las rebanaré transversalmente, las engulliré. Y tal vez así el aroma se vaya con la lluvia.

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