martes, abril 13, 2004

El insomnio a veces encuentra la puerta abierta en el despertar del sueño. Ahí andaba yo, como ando muchos días, recorriendo las calles saturadas de la ciudad-cemento. El sueño arrancó después de que salía de una casa donde había entregado un trabajo para un cliente (la misma casa donde hace año y medio revisé las planas de un libro). Caminaba veloz, viendo el reloj de reojo y maldiciendo, para mis adentros, lo tarde que era y al móndrigo sol que me quemaba las ideas. Llegué al tunel, debía atravesarlo para tomar un micro en dirección sur (puf, no llego por el hijo). Me pareció ociosa la rareza del túnel (en los sueños las rarezas son tan ligeras), en lugar de ir en línea recta, subía. Había fila india de coches, y aún peor, de peatones. Se adivinaba al final del túnel una caseta. Ahí la rareza se convirtió en molestia cuando me percaté que cobraban por pasar al otro lado, tanto a automovilistas como a peatones --pinche ciudad, ahora cobran por gastar suelas--. El tipo de la caseta tenía lentes oscuros, ridículo, si el túnel parecía caverna de topo de no ser por los foquitos coloridos que formaban la mandorla de una virgencita. --30 pesos seño-- ¿what? y mayor fue el asombro cuando descubrí que dentro de mi bolsa tenía monedas extranjeras o nacionales ya fuera de circulación. Tuve que salirme de la fila y juntar 30 pesos con moneditas de 10 centavos (y no soy contador). Listo. Dejo atrás a la virgencita, a los cláxones, y al tufillo peculiar de la combustión para descubrir que no estaba en la dirección sur del Periférico.
Frente a mí estaba el horizonte y su inmensidad: el mar en pleno atardecer. Un par de barcos en lontananza, un mar quieto a mi izquierda y un romper de olas a mi derecha. No más edificios, ni automóviles, ni tufos, ni peatones ni nada: sólo terracería y mar en tonos ocres.
La memoria olfativa es un privilegio, y a ratos una maldición. Fue el olor a marítimo lo que me despertó. Y me quedé sentada en la cama con la sensación que ha de tener un desposeído.
En la ciudad-cemento el asombro se esconde en los rostros de sus habitantes, en sus palabras y en pequeños trozos del paisaje; nunca en la inmensidad. Los citadinos somos aves ciegas revoloteando en una jaula inmensa. Y el exterior, es inevitable, siempre encuentra su reflejo, aquí, dentro.

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