jueves, mayo 06, 2004

No todos los besos se quedan en el limbo del nunca-jamás. Siempre quedan los tímidos osados o los descarados donjuanescos.
Cuando alguien pretende robar un beso importan dos factores: arrojo y velocidad, radicando en éste último el éxito rotundo de la felonía. Según recuerdo aquellos que llevaron a buen fin la empresa actuaron como relámpago. A la mayoría les tocó bofetada (y a uno puñetazo, personaje que me odió para toda la eternidad) y mi cara de asco. Los que fueron esquivados en el intento se llevaron un ¡qué te pasa, imbécil! o un movimiento cortés pero negativo de mi cabeza (elección que dependía del susodicho o del clima).
No me arrepiento de cerrar la puerta en esos casos; mas existen, en la memoria, tres sucesos donde la velocidad y arrojo de terceros fueron disfrutables. La última vez me quedé con taquicardia mientras el ladrón huía corriendo por una avenida.
A mis treintaytantos, tristemente, nunca le he robado un beso a nadie. Mi carencia es el arrojo, que la velocidad seguro la tengo si, en aquellos días, podía esquivar los ataques de otros. Me consuelo al suponer que me ahorré una que otra bofetada mientras una vocecita me susurra: cobardecobardecobarde...

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