Debería existir un medidor para saber cuántas horas-saliva hemos dedicado a rumiar con ayuda de un chicle. De todos los chicles masticados, algunos contienen una historia: está el que nos acompañó a la cama porque olvidamos, o no queríamos, escupirlo. El chicle ingrato, en algún momento de la noche, salió de nuestra boca y, friolento, buscó cobijo en nuestra cabellera. La consecuencia, al siguiente día, aguardaba en el filo de unas tijeras que cortaron el mechón asfixiado por la goma de mascar.
Otros chicles, aunque ajenos, terminan en extraña comunión: e trata del huérfano que alguien arrojó a la acera y que, bajo los rayos del sol, tomó la consistencia idónea para pegarse en la suela de nuestro zapato. Cuando nos atrapa primero exclamamos Amén, temerosos de estar siendo tragados por el infierno, pero pronto el amén se transforma en una mentada pues alejarse de un huérfano es casi imposible.
Y también están las historias de pérdida, las más ocurridas en la escuela. La escuela es el acérrimo enemigo del chicle. Maestros, directores y prefectos tenían, y tienen, la fijación de observar las bocas de los pupilos: ¡tienes chicle, tíralo de inmediato! Nunca entendí, ni entiendo, su afán de controlar el instinto vacuno del alumno. Nada como un chicle para aprender el estado de ensimismamiento tan necesario para descubrir otros territorios del pensamiento en los que se aprende todo aquello que nunca encontraremos en la tiza y en el pizarrón.
Años ha que no masco un chicle, mis piezas dentales de porcelana lograron erradicar uno de mis vicios. Pero queda convocar a otros para que masquen e inventen minificciones para esta convocatoria.