cuentos del Roderico III
Ni qué decir, la historia de Roderico con la bailarina aquella estaba estrellada, y no como noche titilante de estrellas sino como huevo suicida. Mi mayordomo, como buen enamorado rechazo, pasó por varias pruebas para ganarse el corazón (que en realidad era una punta de mondadientes) de aquella ingrata.
Se dedicaba la canija a dejarle, en el cuaderno que la vio nacer, exigencias escritas en Post it amarillos: "No me gustan tus cuencas, cómprate ojos. No me gustan tus dibujos, regálame lentejas. No me gustan los poemas, escríbeme un cuento". Y bajo esta lluvia de imperativos Roderico se ahogó. Y eso es un enamorado no correspondido: un ahogado verdiazul, que se arrastra en el fango buscando la respuesta a su desamor en las corazas de los crustáceos.
En estas historias amorosas los finales son clichés: la amada termina corriendo a los brazos del amado, o el amado mata a la amada, o la amada escapa con otro amado, o todos los amados y amadas mueren o se van a un monasterio.
Roderico no detalla cada humillación, digamos que no se regodea en su desgracia. Lo único que guarda, en su bolsillo derecho, como prueba fehaciente de aquellos días es un par de ojillos que ahora usa para ver de noche y en el día son útiles como canicas.
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