lunes, diciembre 13, 2004

Imagino el paso del tiempo como la estadía en un teatro: están el escenario, el proscenio, las butacas, las luces e infinidad de tramoya. Nunca la obra estará tan cargada de adornos como en la infancia; aún en la más trágica, la niñez tiene ese privilegio, el de embellecer y volver mágico lo que toca. Pasan los días, los años, y el teatro se queda cada vez más vacío y más desnudo. Entonces descubrimos las formas reales y, en consecuencia, los vacíos que antes disfrazaban los reflectores y las lentejuelas.
Llega el momento en que nos quedamos sentados en nuestra butaca sin más espectadores que nosotros mismos, hasta que alguien o algo apaga la luz. La mayoría de las personas se quedan en la oscuridad o abandonan. Los menos se empeñan en buscar el interruptor y en recubrir una vez más el esquelético lugar. Y en ello se les van los días.
Y ocurre que ese alguien o algo apaga la luz una y otra vez. Mas los menos se empeñan en buscar el interruptor para revestir de luces y fantasía lo antes descubierto, aunque la oscuridad y la certeza de las formas siempre les provocan espanto. Sólo a veces el cansancio los deja quietos, sentados, con la duda de si en realidad tiene sentido aferrarse a aquel interruptor. Pero los menos suelen ser tristemente necios. Aunque tarden seguirán recreando.

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