La Guadalupana, de J. G. Posada
Ayer, mientras regresábamos a la ciudad, rebasábamos un sin fin de procesiones que andaban a la orilla de la carretera. La velocidad del camión contra los pasos en la oscuridad de los feligreses acentuaba la fragilidad de sus cuerpos. Temí que algún coche desbocado arremetiera contra esa hilera de hombres, mujeres, niños, cuadros y figuras de la virgen de Guadalupe. Al entrar a la ciudad, se podía ver como las procesiones más adelantadas doblaban por una de las avenidas en dirección a La Villa.
Ya en casa, a la medianoche inició la estridencia de los cohetes. Aún permanecen los rituales y los viajes iniciáticos, como en otras épocas y bajo otros rostros divinos. Sería un acto de ignorancia afirmar que todo es producto del fanatismo, aunque la fe y este último esten divididos por una delgada línea.
Me empino en mí misma para encontrar ese dejo de motivación, de esperanza, de fe o como se le quiera nombrar. Ese motor que nos hace despertar, andar, recorrer y buscar, que en este día para muchos está en una imagen. Me empino más y más, lo más seguro es que me despeñe y allá abajo siga escuchando los cohetes que suenan a intervalos cada vez más largos.
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