lunes, agosto 11, 2003

Cerré la persiana, el sol amarilleaba por ahí; temí que la lluvia no regresaría más. Ella sólo estaba agazapada en el horizonte. Llegó: inmensa, envuelta con un vendaval. Tendré que arrojar cuentas de jade en los templos para que no huya. Algún sortilegio ha de estar escrito en las piedras, para atraparla en una urna y liberarla cuando el invierno citadino trae la sequía y su sol blanco atroz; entonces no tendremos que consolarnos con el sonido del agua que corre en las alcantarillas.

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