sábado, agosto 30, 2003

El origen de una palabra puede resultar ilustrativo, aunque su significado se haya distanciado de él. Los ilustradores del medioevo empleaban minio, disuelto en yema o clara de huevo, para colorear de rojo. Del minio derivó la palabra miniatura (así se nombra a las iluminaciones) y miniaturista (el que las realizaba).
Tengo una añeja afición a las miniaturas, y al icono del huevo, sobretodo el del huevo frito o estrellado:




Uno trata de buscar la explicación a sus obsesiones en las anécdotas de infancia. No necesariamente provienen del recuerdo asignado, mas nos gusta creer que sí.
Solía acompañar a la abuela al mercado, era una larga caminata (aún ahora es larga). No me quejaba del dolor de piernas, tal vez motivada por varios factores: ver a los pescados en los aparadores y poder tocar sus branquias, horrorizarme con los largos pescuezos de los pollos, admirar las pilas de frutas y verduras en donde yo adivinaba ciudades.
Pero lo mejor era la compra de un juguete de mercado. Venían en unas bolsitas de plástico, pegados en un cartón; juguetes baratos, de plástico, y todos en miniatura; siempre elegía el juego de sartenes: eran tres, de diferentes tamaños, el más grande mediría 3 cm. Lo que me maravillaba era la reproducción precisa de dos huevos estrellados en uno, y un solitario en el otro; el tercero tenía una superficie rugosa que emulaba frijoles refritos.
Esos juguetes ya no existen, ni la abuela, ni la infancia. Aún tengo parte de mi colección de miniaturas (las otras se perdieron en una mudanza) y esa sensación de alegría al ver huevos fritos donde sea; aunque no los como porque el sabor de la yema me manda al mismísimo baño.

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