sábado, agosto 23, 2003

Remolacha, o betarraga, son palabras altisonantes; no así betabel, mejicanismo de origen francés, betterave. Me cuesta entender el por qué del rechazo a esta raíz, yo con tan sólo verla recuerdo su sabor y ese aroma que inunda la casa cuando retoza en el agua hirviente. A veces creo que todo radica en esa terrible afición a sobrecocer los alimentos. Un betabel cocido de más tiene una consistencia despreciable y su sabor se corrompe: no se pela cuando se hierve, así conserva su color y turgencia.
He visto campos de betabeles donde asoman unas matitas comunes. Los recordé en el súper; tomé un betabel, percibí su temperatura, su rugosidad y la tierra que se negaba a abandonarlo. Imaginé los subterráneos de aquellos campos, repletos de esos corazones dulces; las lombrices han de escuchar los latidos.
Al arrancar el betabel ocurre cierta alegoría del sacrificio; sin pirámide, sin dioses sedientos ¿se lamentarán las lombrices ante tanta muerte? Una señora me interrumpió para enseñarme cómo se escogen. --No se apure, sólo estaba imaginando los latidos--. No se lo dije (qué cara hubiese puesto), como tampoco digo que las aceitunas parecen ojos dentro de un frasquito, ni que las raíces de genjibre son niños: la locura no se exhibe, no vaya a ser que me prohiban la entrada al súper, horror, si es divertidísimo.

No hay comentarios: