Día largo, lejos de casa, he hablado por dos siglos; ya no queda saliva para hablar. Al final del día terminé caminando bajo la lluvia, descubrí que no veo bien de noche, no veo qué diablos aguarda en la acera; y no puedo usar los lentes con lluvia, odio esas pequeñas gotas en los cristales que me convierten en mosca-mirada-de-espejos. Hoy hablé mucho, hasta reí; era tanto el ruido que el esternón tuvo que callarse, y dejar de azulear. Llegué al café de chinos: los panecillos dorados en el aparador y él esperando en una mesa; el azul siguió quieto. Aún no se va.
viernes, agosto 15, 2003
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