martes, agosto 05, 2003

Pasé todo el día ordenando una madriguera; clasificando qué se queda y qué se va al exterior. Los juguetes grandes son ordenables, pero cuando Legos y Legos se ocultan en cajones, cajas y bolsas (y uno pretende reagruparlos) el día se va entre caritas amarillas y un trapo.
En mi infancia no hubo Lego, existía Exín Castillos con sus piezas color café au lait; y el Tente, de colores primarios. Las piezas eran limitadas, cuadradas o rectangulares, anchas o delgadas, y con suerte llegaban en la cajita una que otra pieza transparente (para hacer una o dos ventanas). El Lego es asombroso: piezas con imán, palancas, circulares, esferas, rótulas, ligas, puertas, rejas, fosforescentes, metálicas, traslúcidas, animales, cabello, manos, cascos, lentes y hasta gorrito de mago.
La mitad del Lego que hay en esta casa lo compré (o lo regalaron) porque es un juguete educativo; la otra mitad creo que la compré para mí: como el Columbia que hace años trajo Papá Nöel (sólo yo podía armarlo), con luces, batería y sonidillos espaciales (aunque en el vacío no existan).
El tiempo pasa y ahora los juguetes ya no son parte central de esta casa; yo me compraría uno que otro (me quedé con las ganas del Darth Vader). No sé por qué siempre gana nuestro juego de ser adultos.

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