sábado, mayo 03, 2003

El calor provoca pensar en murciélagos. Chauve-souris, en fránces, traducido literalmente: ratón calvo. Estos animalillos-radar-ambulante suelen asociarse con castillos tenebrosos, noches espectrales de invierno y la heladez de los no-muertos. Error. Los murciélagos llegan con el calor, evocan calor, escupen calor (¿ven? por eso son calvos, pa no acalorarse).
El primer murci que me atacó fue uno inmenso, de pecho amarillo, en un portal de Chetumal. Dios, ESO era calor, así que tomábamos el fresco (¿cuál?) en el portal de la casa; y llegaban en parvadas (parvadas ¿no? vuelan como pajarracos) y gustaban de volar directo a nuestras narices para en el último momento subir a la luna (ok. atacar fue un eufemismo). Segundo murci: en una noche como ésta, donde todo se fríe y el único consuelo es meterse a la nevera, un murci breve y negro entró revoloteando, tan campante, al comedor, dio un par de vueltas (gritos histéricos) y se marchó. Sí, en la ciudad de México hay murcis, sólo que los chilangos pocas veces volteamos a ver el cielo nocturno pues las estrellas aquí son leyenda.
Ni modo, hoy no cierro la ventana. A lo mejor viene el tercer murci. Y le regalaré una peluca hecha con tiritas de papel. Sea.

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