He imaginado que mi corazón es una gran sopera; suelo asociar sucesos con diversas recetas de sopa. Algunas me traen el rostro de alguien, de situaciones, casas que ya no existen, gente amada que tampoco existe; pero no sólo guardan una imagen, la sopa es un leit-motif emocional. Según las historias, personales, existen sopas protectoras, de hastío, amorosas, de bajas pasiones (esa tiene parmesano); algunas humean, otras son frías envueltas en mayonesa.
Con la prisa, y la ausencia de comensales en esta casa, decidí abrir una lata; compré una Campbell's, crema de pollo y espárragos (el pollo enlatado sufre terribles transformaciones, supongo que por eso me gusta). Desde enero no comía pollo-espárragos, durante tres semanas abrí lata tras lata (me sacaron el 90% de las muelas, mala dentadura, qué se le hace, ni un pan de caja podía masticar). Y claro, entremezclada con el humo del plato bailaban mis fenecidad muelas, la sensación de taladro en la mandíbula y lentamente el rostro de mi Primo. En el fin de semana de mi recuperación decidió estrellarse en su moto para que yo lo viera, por última vez, dormido en un ataúd. Ya nunca he jugado con el playstation, ni lo veré entrar con su casco de obsidiana bajo el brazo. En menos de un año se extinguió una de las mesas más entrañables que tenía, sobre la que Tía ponía sendos platos de sopa de apio: entonces mi primo y yo podíamos recordar a la abuela y la higuera de la infancia.
Creo que dejaré de comprar esas latitas por un tiempo, ahora sé qué sabor asigné a Tía y Primo. No bastará, ciertas personas poseen un recetario completo. Sin ellos mi sopera se ha quedado a medio llenar.
jueves, julio 31, 2003
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