miércoles, julio 23, 2003

Sigo escarbando la tierra; todo el día estuve afuera, en casa de una amiga con la que puedo compartir ciertos territorios: véase la maternidad. Su sala tiene un enorme ventanal, detrás el verde, detrás la montaña. Llovió. Intercambiamos anécdotas sobre otras mujeres que, a través de los años, nos han cuestionado, vapuleado y tildado de perfectas mediocres, truncadas y sin posibilidad de continuar nuestros ¿sueños? (por favorrrr) por el hecho de parir. Las mujeres son (somos) una curiosidad de la naturaleza. Recuerdo a una en especial, su mueca de horror y casi nausea cuando supo que tenía dos hijos (qué horror, tan joven y ya estás amarrada). He de suponer que parir mata las neuronas (wow, gran descubrimiento científico).
Ser mujer no es sinónimo, NUNCA, de “serás madre”. Cada quién su laberinto. Cada quién sus miedos. No hay más no hay menos.
Claro, existe el caso inverso; la madre que justifica su tibieza con los hijos; el “no me da tiempo”, “ellos son MI vida” (qué culpa tienen ellos, pobres). Y entonces arremeten contra las deshijadas, las llaman mujeres a medias; e irresponsables-malas-madres a las que hacen otras cosas (además de revisar tareas, hacer galletitas y velar fiebres nocturnas).
Ambos casos abundan, llenan las calles todas, y tufan.
Y así se fue la tarde dedicada al universo femenino, al café, a lo cotidiano de las cuentas por pagar y a los líos personales de creatividad.
La frustración se arrastra por ahí, se acopla a nuestro ritmo y a pesar de los años prevalece como esos pequeños fósiles que aguardan bajo tierra, que a primera vista parecen seres fenecidos; mas guardan cada detalle y se vuelven piedra no transformable. Y no se vale arrojarla al prójim@.

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