Pollo 3: Entrar a una pollería es una alegoría a aquél pasaje de Dante, sólo que el letrero de advertencia se traduce en nombres curiosos: El Gallo de Oro, La Lupita, El Alerón, La piel dorada. Por suerte, en el súper entregan pollos amarillísimos debidamente empacados, sellados con vueltas y vueltas de plástico adherente; no soporto el tufo del pollo. No logro entrar a una pollería.
No es casualidad. Qué desparpajo de los pollos, con qué ligereza exhiben sus pieles desnudas y sus cuellos flácidos coronados con una cresta desteñida (nunca he entendido por qué se acuestan así, con la cabeza a modo de péndulo). Y no contentos con su apariencia guardan monstruosos secretos en su interior: higaditos y mollejas (que en ciertos casos corrompen una prístina sopa de fideos). Además se quedan tan quietos y sumisos, ni siquiera el manipuleo y la hábil tijera del pollero los hace reaccionar: crack, un muslito, crack, el alita, crack ¿le quitamos la cabeza? Son perezosos, tibios.
Esos pollos, lacios y encuerados. Aunque tienen algo de lúdico-siniestro; no así su versión emplumada: las gallinas...
miércoles, julio 02, 2003
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