viernes, julio 11, 2003

La palabra. Solemos usarla una y otra vez, hacer combinaciones con ellas, tornasolearlas; llega el momento en que sólo queda un jirón de ella, apenas un leve vestigio de su significado. Se convierte en palabra común, insípida y en el peor de los casos, trillada. Tal destino asoma en la palabra Flores: reducida, manoseada, asociada con la simplicidad y la sensiblería. Ocurre con Flores y casi todos sus nombres más conocidos: rosa, margarita, lis, narciso...
Varios versos de Poe nombran flores, nombres ajenos a nuestro léxico promedio o a nuestra geografía; si nos detenemos en cada una y buscamos su imagen el verso se reconstruye y ofrece nuevos territorios de significación. Detrás de cada flor nombrada hay aromas desconocidos, simbologías y mitos de otros días; algunos etiquetaran los contenidos como no vigentes. Mas la vigencia de la palabra no radica sólo en su sintagma, sino en sus paradigmas; mismos que desconocemos y parecieran sentenciados al olvido ante una cultura instantánea y desechable. En nuestra cultura de reciclado la poesía no encontrará un nicho.
Flores, muchas de ellas han sido alegoría de belleza, juventud, poder, infancia; y, como en Poe, de aquel edén perdido cuya luminosidad permite distinguir y reconocer con asombro el lado oscuro de las cosas.

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